Lunes, 25 de marzo de 2024 – Frutas silvestres y familias del río
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Día 14.
Dos semanas.
Segundo gran hito.
Y decidimos celebrarlo como solo los locos hambrientos de vida lo harían:
explorando más allá de todo lo conocido.
Sabíamos que era arriesgado.
La energía no sobraba.
Pero algo dentro nos decía: vale la pena.
Seguimos el cauce del riachuelo, abriéndonos paso entre la selva cerrada.
Antonio iba delante con su machete, yo detrás con los ojos bien abiertos.
Y entonces, un regalo inesperado:
una liana.
Cuando cortas una liana con buena técnica y rapidez,
puedes beber de su interior un agua cargada de nutrientes,
fresca, deliciosa, casi mágica.
Cada sorbo me devolvía la vida.
La selva tiene esos pequeños milagros… si te atreves a ir más allá.
Descubrimos que ese río pequeño conectaba con un gran río de unos seis u ocho metros de ancho.
Y allí estaban las enormes palmeras de moriche, cargadas de frutos.
Parecían huevos de dragón, por fuera espectaculares, por dentro…
una especie de goma espuma insípida.
Pero en la selva no se hace asco a nada.
Cada bocado es posibilidad. Cada nutriente, un paso más hacia el final del reto.
Seguimos explorando por una zona más abierta,
y entonces, una imagen me sacudió la memoria.
Un recuerdo de infancia.
Verano en Galicia.
Tendría nueve o diez años.
Una playa infinita en Carnota, dos caras distintas según la marea.
Una zarza de moras.
Una caída.
Unos padres ajenos preocupados.
Mi madre riendo, calmando, curando.
Mi infancia salvaje.
Y entonces las vi: unas plantas que se parecían peligrosamente a zarzas.
Mi cuerpo entró en modo alerta.
Pero también recordó.
—Si hay zarzas… ¿habrá fruto?
Comprobé como me habían enseñado:
olor, piel, labio… todo bien.
Lo llevé a la boca y…
un estallido de dulzor.
Un regalo inesperado.
La fruta más deliciosa que había probado en 14 días.
Grité:
—¡Antonio! ¡Ven, mira esto!
Mientras él buscaba secropia —una hoja que algunas tribus fuman—
yo compartía con él mi hallazgo.
Comimos juntos esos diminutos frutos con forma de arándano,
pero con el sabor de la gloria.
Ese fue nuestro postre de exploradores.
Y cuando creíamos que ya habíamos recibido bastante…
la selva nos dio uno de esos regalos que se clavan en la retina para siempre.
Encontramos un palmito al borde de un cortado de unos cinco metros,
con el río —y sus caimanes— allá abajo.
Cortamos el tronco, lo procesamos allí mismo para aligerar la carga.
Y mientras comíamos con los pies colgando,
Antonio me susurra:
—Alba, no te muevas… pero mira al frente.
Una familia de nutrias.
Seis o siete crías jugando en el agua con su madre.
Saltando, bañándose, viviendo.
Nosotrxs en silencio.
Con el alma abierta y el corazón en la garganta.
Comiendo palmito. Llenos de todo.
Ese día, lo supimos sin decirlo:
no nos faltaba nada.
Éramos ricos.
💬 REFLEXIÓN DEL DÍA
A veces, el poder no llega con ruido.
Llega en silencio.
Cuando alguien te entrega su machete sin decir una palabra.
Cuando tú misma te reconoces capaz.
Cuando el miedo ya no paraliza, solo afina tus sentidos.
La confianza no se grita, se encarna.
Y la selva, como la vida, te devuelve justo lo que estás lista para sostener.
Ese día entendí que ser salvaje no es ser fuerte todo el tiempo,
es saber cuándo avanzar… y cuándo sostener al otro.
🌿 ¿Y tú? ¿Dónde estás hoy llamada a dar un paso más?
¿Dónde podrías asumir tu fuerza con amor, sin pedir permiso?
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